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sábado, 7 de junio de 2014

'Pentecostés' en la ermita de Nuestra Señora de las Angustias de Nerja











La ermita de Nuestra Señora de las Angustias de Nerja fue fundada por Bernarda María Alférez, viuda de Luis López Enríquez de Alcántara, propietario del ingenio azucarero de dicha localidad, y bendecida en 1720. Desde 1853 el Ayuntamiento nerjeño es el patrono de la ermita en representación de los vecinos de Nerja.

El santuario es una sencilla construcción dividida en tres ámbitos: nave, capilla mayor y camarín-cripta, con algunas dependencias anexas (sacristía y vivienda del ermitaño), que alberga en su interior un magnífico programa decorativo de pinturas murales realizado en la década de 1730, destacando sobremanera la cúpula sobre pechinas que cubre la capilla mayor o presbiterio.

El tema representado en la cúpula es Pentecostés, descrito en los Hechos de los Apóstoles. Tras la Ascensión de Jesús a los cielos se reunieron los apóstoles junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y sus parientes (Hch, 1, 13-14).

"Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en un mismo lugar. De repente vino del cielo un ruido, como el de una  ráfaga de viento impetuoso que llenó toda la casa en la que se encontraban. Se les aparecieron unas lenguas como de fuego que se repartieron y se posaron sobre cada uno de ellos; quedaron todos ellos llenos del  Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse." (Hch, 2.4)



(Fotografía del autor)




(Fotografía del autor)



Este tema había sido ampliamente tratado desde la Edad Media y en España tenemos de él importantes ejemplos, especialmente desde el siglo XVI, como los que pintaron Alejo Fernández, El Greco, Juan de Roelas, Herrera el Viejo, Luca Giordano, Antonio Palomino o Corrado Giaquinto. Sin embargo, en la provincia de Málaga hay escasas representaciones de la Venida del Espíritu Santo; además de esta de Nerja, en la iglesia del Espíritu Santo de Ronda hay una Pentecostés, anónimo sevillano del siglo XVII, y en el Altar de la Ascensión del Señor de la Capilla de Santa Bárbara, en la Catedral de Málaga, hay otra, obra de Juan Coronado, fechada en 1767. En todas estas obras la Virgen, sentada sobre una tarima, es el centro de la composición, que adopta un esquema apaisado; en cambio, la Pentecostés de Nerja se adapta perfectamente al marco y presenta una disposición circular, aun cuando se mantiene la preeminencia de la Virgen María al estar situada en un eje que une su figura, la embocadura del camarín y el altar, de frente al espectador.



(Fotografía del autor)



La cúpula sobre pechinas, en las que se representan los cuatro evangelistas, tiene una base con dos anillos de molduras pintadas imitando mármoles y, entre ambos, hay un friso decorado con grisallas de roleos y máscaras. Sobre todo ello se asienta un pretil pintado, decorado también con roleos de jugosas hojas de acanto, dividido en siete paños unidos por ocho pedestales, en torno al que se organiza la escena.


El pretil se interrumpe en  una abertura tras la cual, sobre unos escalones, está sentada la Virgen María, con manto azul, la cabeza cubierta con toca y coronada por diez estrellas, las  manos sobre el pecho y la mirada dirigida al cielo en señal de entrega; a sus pies hay dos ángeles niños, y a derecha e izquierda se disponen los apóstoles en diferentes posturas en dos grupos de seis, así como el resto de personajes participantes en la escena. Sobre todos ellos se abre el cielo lleno de nubes algodonosas donde vuelan ángeles y en lo alto, en la clave de la cúpula, se encuentra la paloma del Espíritu Santo, de la que descienden treinta lenguas de fuego y haces de luz dorada; el número total de figuras representadas es de cuarenta. Algunos apóstoles son auténticos retratos, mientras que otros presentan unas cabezas, manos y ojos que parecen extraídos de las cartillas de dibujo con las que se iniciaban muchos pintores de la época. Cuatro de estos apóstoles portan un libro en sus manos o lo apoyan sobre el pretil; algunos se asoman y miran hacia abajo; otros dirigen sus rostros a María, mientras que varios de ellos elevan sus ojos al cielo. Los primeros llaman la atención del espectador; la función de los segundos es la de dar a la Virgen relevancia y un protagonismo que se acentúa al estar en un lugar destacado; por su parte, los últimos invitan a mirar el cielo. Todos ellos nos hablan con  un lenguaje gestual y corporal en el que destacan la posición de las manos con las palmas hacia abajo o hacia arriba, las manos entrelazadas, en actitud orante o  cruzadas sobre el pecho, sugiriéndonos entrega, que se relacionan con  la de los ojos y la dirección de las miradas. En segundo término se encuentran los personajes secundarios, planteados como si se tratara de un agilísimo esbozo, aunque algunos emanan tal fuerza que podrían equipararse a los personajes principales.


Esta Pentecostés es un ejemplo de lo que se ha dado en llamar un cuadro de visión, pues posee determinadas características que son propias de este tipo de pinturas: es persuasiva; quien la ve no albergará ninguna duda sobre la veracidad de lo que está ocurriendo; da ejemplo de gracia infusa; y hace participar al espectador del acto que representa. Hay en la pintura un desdoblamiento narrativo: la tierra y el cielo, los visionarios y la visión, y, entre ambos, las nubes que son la parte visible del cielo, elemento principal que configura el aparato escenográfico de esta visión barroca.



(Fotografía del autor)



En el cielo se abren las nubes sobre las que vuelan trece ángeles niños desnudos, que dan la nota festiva de alegría y ternura, danzan, juegan o se abrazan, y cumplen, además, la función de rellenar el espacio que se abre entre el Espíritu Santo y los receptores de su gracia. Sobre nubes algodonosas que avanzan en un magnífico trampantojo, planean sobre el espectador tres ángeles mancebos, pintados tal y como el pintor y tratadista Francisco Pacheco, suegro de Velázquez, disponía:


"Los ángeles mayores calzados con antiguos coturnos, (...) generalmente en las túnicas talares de los pacíficos de sedas o linos, de varios colores cambiantes que siempre tiren a candidez y blancura resplandecientes. (...) Hanse de pintar ordinariamente con alas hermosísimas de varios colores, imitadas del natural (...) no porque Dios los haya criado con ellas, sino para dar a entender su levantado ser, la agilidad y presteza de que están dotados, cómo baxan del cielo libres de toda pesadumbre corpórea y tienen siempre fixas sus mentes en Dios; entre nubes, porque el cielo es su propia morada y para que nos comuniquen, templadamente, la inaccesible luz de que gozan."[1]



(Fotografía del autor)







[1]  PACHECO, F., El arte de la pintura, Madrid, Cátedra, 1990, págs. 569-570.